Érase una vez un alfabeto que escribía muy contento y servía a millones de personas.
Tenía 27 letras, repartidas en 5 vocales y 22 consonantes.
Algunas consonantes sonaban iguales, pero los hablantes se las apañaban para memorizar cuándo usar una u otra.
Incluso había una muy especial que podía sonar de dos maneras distintas según con quién anduviera en cada caso, pero esa es otra historia.
El caso es que en un momento dado, poco a poco, algunas letras comenzaron a cambiar. Querían sonar distinto, emulando a sus congéneres.
Y como el idioma era muy progre, y la Real Academia está para registrar y no legislar, nadie se interpuso.
Así algunas vocales empezaron a imitar a las consonantes.
Al revés también.
Pero lo más duro, lo que más confusión trajo, lo que hizo la mayoría, fue aspirar a convertirse en sílabas.
Sí, sílabas.
Las consonantes se esforzaron para ser también vocales, y viceversa.
El resultado te lo puedes imaginar…
Un auténtico galimatías.
Las vocales que se habían vuelto casi consonantes no encontraban pareja.
Las consonantes que se habían vuelto vocales protestaban todo el día porque ya no quedaban vocales de verdad.
Y las letras que habían intentado ser sílabas…
Se sentían fatal.
No encontraban su propósito.
No entendían qué les pasaba, qué sentían.
Lo peor del caso es que las pocas letras que se mantuvieron fieles a sus principios eran tachadas de leteropatriarcales.
Falolétricas.
Fonefachas.
Un despropósito, vamos.
Ningún bando estaba contento.
Aquel idioma cada vez producía menos textos, y empezaron a llegar forasteros, escritos en otros idiomas, algunos con las letras de siempre, otros con caracteres nuevos.
Los usuarios de aquel (ahora) triste alfabeto, cuando se dieron cuenta, tenían que usar otro, y añoraban su vida anterior.
Sus dobles sentidos, sus chistes, sus piropos y palabras guarras.
Oh, y sus tacos (palabrotas, c0ñ0).
Qué insultos más magníficos.
Lo peor del caso es que no se explicaban cómo habían llegado a esa situación.
Si nadie había impuesto nada.
Sí, en las películas se veían a las letras cambiar como si nada.
Las más famosas eran copiadas, imitadas, ensalzadas.
Pero no hubo nadie moviendo los hilos.
¿O sí?
Nunca lo sabremos, de hecho eso no importa.
Cada letra hizo lo que quiso.
Haciendo uso de su libertad.
El problema es que lo hicieron sin saber qué hacían, sin reflexionar, sin observarse.
Era lo que tocaba.
Lo que hacían todas las demás letras.
La libertad tiene un precio, querido mequetrefe.
Como decía el tío Ben, el de Spiderman, un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
O algo así.
Pues eso.
Haz lo que quieras con tu vida y tu fonema.
Pero por Gutenberg, analiza por qué haces lo que haces y qué consecuencias acarrearán tus actos.
Eso, y que no me hagas caso.
PD: hoy repito con la Alan Sans (no me da tiempo a analizar las novedades de Google Fonts, lanzan demasiadas al mes, qué brutos). Tiene unas terminales redondas muy guapas, le dan un toque cálido pero no tiene itálica…
PD2: si te preguntas por qué he usado una fábula para explicarte esto, la respuesta está en la pregunta.
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